El cordón umbilical de la post-verdad





La postverdad fue la palabra destacada del 2016 por el diccionario Oxford, pues enmarca los triunfos del Brexit y de Donald Trump y el rechazo colombiano al acuerdo de paz con las FARC, sucesos en que las emociones y las creencias personales se impusieron y aplastaron a los consensos básicos de una civilización que, mal que bien, en sus discursos, viene buscando la convivencia equilibrada bajo la bandera de la tolerancia.

Durante el 2016 medios internacionales como The Indepent, The Economis y El País usaron el neologismo postverdad, y antes, en el 2004, Ralph Keyes publicó un ensayo La era de la postverdad, todos tratando de explicar cómo se esfumó la verdad en esta era en que se rumorea y chismea más rápido, las estupideces corren como reguero de pólvora y se atribuyen palabras y acciones a personalidades sin tomarse el trabajo de corroborarlas, testearlas, verificarlas.


Acerca de la verdad, filósofos suspicaces cuestionaron columnas de dogmas y, paralelamente a la verdad de la ciencia, reflexionaron sobre la verdad de la poesía, pero el 2017 tendrán que vérselas con un nuevo hecho: la verdad ya no nos interesa, sencillamente es irrelevante. Escuchar y ofrecer razones es un ejercicio que provoca estridentes carcajadas en los demagogos. A las complejas disquisiciones de intelectuales, acaba de ganarles la carrera el smartphone de un analfabeto funcional. Y es que la postverdad está emparentada con la postmondernidad.

En 1980 la Bienal de Venecia reunió a pintores, cineastas y arquitectos y el eje común de esos artistas fue el desengaño ante los ideales de la razón y el desencanto en el progreso de la ciencia. Un periodista alemán diagnosticó el evento con la palabra «postmoderno». Postmodernos eran, en las artes, las obras agotadas, exhaustas, sin novedad, obras de ridícula pirotecnia y ademanes farsescos. El concepto, sin embargo, fue fecundo entre intelectuales, ensayistas y universitarios que volvieron la mirada hacia La condición postmoderna de Jean-François Lyotard.

En las sociedades desarrolladas y capitalistas, había informado Lyotard en 1979, se respiraba un aire enrarecido; los ciudadanos no creían ya en ningún relato de emancipación social y observaban el lado oscuro de los ideales sociales del cristianismo, de la Ilustración, del liberalismo y del marxismo. Los martillos que rompen las cadenas del esoterismo y supersticiones se transforman en nuevas cadenas. Los postmodernos no creían en nada, incluso la ciencia era la señora gorda del barrio que se abanica y gruñe nuevos dogmas susurrados por el capitalismo. Cuestionaron la imparcialidad del científico, pues sus experimentos podían ser financiados por trasnacionales cuyo interés era seguir convirtiendo nuestro planeta en una inmensa estación de gasolina. Y fue así como nos despedimos de los hechos. Por no calibrar la crítica, los postmodernos metieron en el mismo saco a corporaciones, tecnología y científicos. 

Lyotard, considerándose postmoderno, vaticinó que esas sociedades desarrolladas se desinteresarían del conocimiento pero invertirían, y mucho, en información para obtener ganancias. Y sucedió. La empresa privada ya no necesita arroparse de ideales, los socios capitalistas directamente desgarran y muelen. La pedagogía dejó de ser un resorte liberador y máquinas informativas sustituyeron a los narradores que coloreaban e interpretaban los hechos a la luz de fértiles interpretaciones y hoy los jóvenes postmodernos han sido reemplazados por premodernos cuyos dioses, Facebook, Twitter y Whatsapp, los acribillan de información que no pueden digerir.

Desencantada de los hechos, indiferente ante las verdades y aburrida de la ciencia y legañosa frente a proyectos políticos, la nave de los postmodernos encalló en el individualismo y su tripulación desfiló hacia la boca del capitalismo goloso. Y, viajando divertidamente entre el esófago y el tracto intestinal del sistema, los premodernos de hoy, la generación de la postverdad, con su compleja tecnología, en cada tarjeta de crédito, coloca dócilmente los cuellos en la guillotina. 


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