Fontanería del inconsciente




En su consultorio, Freud alentaba a la baronesa Fanny Moser, su paciente, a escarbar recuerdos con el fin de encontrar el origen de los tics y de las alucinaciones con ratas muertas y serpientes retorcidas que ella sufría. A veces Freud la interrumpía, preguntando por orden cronológico, exhortando coherencia, hasta que la baronesa, furiosa, prorrumpió: ¡déjeme hablar!. Nació ahí la asociación libre; la baronesa narraba la historia de su familia, recordando personas nocivas con momentos de nobleza, otros de solidaridad silenciosa y otros que vegetaban. Freud obraba como un traductor que confiaba a la propia baronesa la interpretación de los sueños y lapsus, pero evitando que se autoengañara. La intención del psicoanálisis, incluso, era ayudar al paciente a independizarse de la moralina, ampliar su percepción y saber encausar la lava ardiente, quemante, de los instintos. «Es un trabajo cultural parecido al drenaje del Zuyder Zee».




Hasta ahí todo bien, el problema surge cuando Freud vuela hacia las nubes y teje su metapsicología. Resulta difícil combatir el estreñimiento de ese sistema de fontanería y desagüe (donde las palabras se condensan y las palabras se desplazan, brincan resistencias y, extrañamente, dicen lo que no dicen), pero, gracias a dios, los recovecos de la cañería del inconsciente resultaban explicadas en Viena, en la calle Berggasse 19, en el diván de Freud. 
  

Freud habría descubierto las leyes de ese maravilloso y laberíntico sistema de fontanería del inconsciente escuchando, auscultando, las asociaciones libres de la baronesa Moser. La asociación libre fue llamada la invención demoníaca de Freud y rastreando su origen se ha encontrado un librito, «El arte de convertirse en escritor original en tres días» de Ludwig Börne (1833), cuya receta era escribir durante tres días sucesivos, sin hipocresía, todo lo que apareciera en la cabeza, sobre mujeres, la guerra de Turquía, Goethe, el Juicio final y las cárceles actuales y uno mismo; el resultado serían páginas novedosas.


¿Por qué la atención flotante aseguraba conocer el inconsciente de la baronesa? Porque así lo decía Freud. Usando esa mágica «atención flotante» otra oreja habría escuchado lo mismo, pero en el consultorio de Melanie Klein, de Carl Jung o de André Green, la baronesa habría recibido diagnósticos distintos. Este desacuerdo básico entre psicoanalistas sobre qué son datos elementales también estuvo presente en la discusión de Freud y Jung: no existía ningún hecho objetivo que permitiera elegir entre uno u otro. Lo mismo con la pelea entre Melanie Klein y Anna Freud, entre Freud y Ferenczi, entre Winnicott y Bion, entre Lacan y Green. Y así hasta el infinito y más allá.

Para Freud la baronesa, como toda mujer, era una «tierra desconocida», un hombre hecho a medias, con una profunda envidia del pene. Los bebés también fueron escuchados: «Viendo a un niño que ha saciado su apetito y que se retira del pecho de la madre con las mejillas enrojecidas y una bienaventurada sonrisa, para caer en seguida en un profundo sueño, hemos de reconocer en este cuadro el modelo y la expresión de la satisfacción sexual».


Esa es la simbología psicoanalítica, donde reina soberano el capricho y una de las puertas giratorias de la postverdad. El psicoanálisis hierve en especulaciones y su partida de nacimiento lo confirma. En 1987, según Freud, las histéricas fueron realmente agredidas sexualmente y ellas sufrían por el trauma. Para saberlo le bastó interpretar los síntomas de una paciente con tics alrededor de la boca. Freud dedujo entonces que la paciente durante su infancia había sido forzada al sexo oral. Pero, un detalle. Freud vio que no podía demostrar su ocurrencia, peor, podía ser demandado por los padres de las pacientes, entonces dirigió sus deducciones hacia la «fantasía inconsciente». La paciente no fue forzada al sexo oral, sus tics se debían a la «fantasía inconsciente» de ella al desear el fellatio. Hermoso. 








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